A viva voz: una biografía de influencias musicales

Me crié con la música en casa y desde muy joven cantaba y escuchaba el piano de mi padre y los cantos de mi madre.
Cuando tenía unos 9 años estuve una noche con mis padres y un grupo de amigos suyos en una reunión en casa. Uno de ellos amenizaba la velada con su guitarra y su voz, y yo le miraba y en mi interior decidí que quería hacer lo mismo.

A los 14 años gasté los ahorros de mi vida, que eran unos 100 libras, en una guitarra eléctrica Westbury, color negro y crema de café reluciente, y Mis padres pusieron las 35 libras que faltaban. A lo largo de los primeros años logré comenzar a tocarla, tratando de tocar los temas de The Cure y luego los Rolling Stones, y escribí mis primeras y bastante malas canciones.

A los 19 comencé a tocar el bajo y hacer segundas voces en un grupo llamado Ha Ha Ha, que luego se convirtió en Rosemary’s Children. Nos fichó la discografía Cherry Red y grabamos un sencillo (que aún me gusta) y luego un EP. Fue una época de auge musical para mí y fue un placer de ser partícipe en ello.

A los 21 años, después de mucho tiempo tratando de cantar como los cantantes que me gustaban, ocurrió un cambio repentino en mi voz mientras cantaba una canción que estaba escribiendo. De un instante para otro, mi voz se transformó. Aumentó tres veces de volumen y adquirió una cualidad totalmente distinta. De repente cantaba con mi propia voz, con mi sonido, algo auténtico e indivisible de mí.

Años después, en 1997, en un viaje a Marruecos, escuché dos cantos que me tocaron profundamente. Fueron las semillas para otro cambio.

Estábamos alojados en Merzouga en el sur-este de Marruecos cerca de la frontera con Argelia. Un atardecer cuando estaba en la cima de La Gran Duna escuché a un argelino, con quien había hablado, llamar a viva voz a su país: “Argél! Argél!!” Una voz que le atravesaba el cuerpo de pies a cabeza, y se proyectaba lejos, kilómetros quizás, a través del desierto silencioso. Me impactó la fuerza tan penetrante de esta voz, un grito que no desgarraba al cuerpo, sino que era proyectado, lanzado desde la tierra a través del cuerpo. Limpio, ileso, fuerte y más grande que la persona que lo había lanzado.

El otro fue un canto que escuché en la celebración de una boda en un pueblo del Atlas. Había pasado unos días en La Garganta de Todra, cerca del pueblo Tinerhir, en el sur del Atlas, e iba camino a Khenifra 267km al norte, en el otro lado del Haut y Moyen Atlas. La primera etapa del viaje me había llevado a un pueblo, cuyo nombre ya no recuerdo, donde tuve que esperar dos días para el siguiente camión que se dirigiera hacia Imilchil en lo alto del Atlas. En aquella época por esa zona el único modo de transporte público eran los camiones de ruedas enormes, como las de los tractores, que llevaban las mercancías y los animales de pueblo a pueblo por pistas rocosas y sin asfaltar. Recorrían paisajes y escenas, que por su antigüedad parecían extraídos de la Biblia.

Llegado el amanecer del tercer día me acerqué de nuevo al mercado del pueblo y pregunté por el camión para Ilmilchil. Después de un retraso y momentos de confusión, subí con dos personas más a la caja de carga en la parte trasera del camión.

Salimos del pueblo y a menos de un kilómetro nos desviamos de la pista por dónde íbamos, para tomar otro camino. Pregunté por qué nos habíamos desviado, preocupado por si me hubiera equivocado de camión, y un pasajero me contó que íbamos a recoger a gente de una boda.

Llegamos a un grupo de casas en un pueblo bereber y fui invitado a bajar y entrar en una sala larga y estrecha donde estaban los huéspedes de la boda. Cincuenta bereberes estaban sentados en un suelo cubierto de mantas. Hombres, mujeres, niños y niñas en cuatro grupos distintos, distribuidos en un gran círculo ovalado alrededor de la sala. Por la forma en que me miraban tuve la sensación de haber sido el primer inglés o europeo del norte que había entrado en ese espacio.

Estaban celebrando la última comida de la boda. Cantaban y tocaban el bendir, el pandero grande sin sonajas, cubierto de piel de cabra, que se utiliza en el norte de África. Los cantos penetrantes y rítmicos, tan distintos a lo que había conocido anteriormente, me tocaron en lo profundo y despertaron el recuerdo de algo olvidado, algo que me nutría.

A mi regreso a España tuve la oportunidad de visitar el Maestrazgo y los valles en las laderas del Peñagolosa. En las zonas solitarias, altas y autóctonas de aquella zona dejaba salir cantos en lenguas improvisadas que brotaban penetrantes. Resonaban en los valles y me eran devueltos por las montañas.

Años después me enteré de que había un nombre para esta clase antigua de canto de las montañas.

Fue en el 2002 que asistí, por recomendación de una amiga, a un taller de Cantos Armónicos que impartía Carmen Asensio. Acudí al taller sin saber bien de qué se trataba y al final del día se escuchaban las múltiples capas de armónicos en el conjunto de las voces del grupo y, por voluntad propia, pude sacar un armónico del bordón de mi voz. Salí a la calle con una nueva afición y cantaba por todas partes.

En los siguientes tres años asistí a un total de siete cursos y profundicé en prácticas sanadoras del canto de armónicos, a la vez que desarrollaba y mejoraba mi propio canto. En diciembre del 2005 impartí mi primer curso de cantos Armónicos y ahí comenzó una trayectoria que abarca trece años profundizando en la voz y desarrollando una forma de enseñanza que combina el canto de armónicos, la expresión vocal plena, la consciencia anatómica y vocal y prácticas de armonización de cuerpo y mente por la vía del canto de armónicos y la voz.

Además de asistir a formaciones de voz y de canto de armónicos a lo largo de estos años, he tenido el placer de conocer el trabajo y el enfoque anatómico de Blandine Caláis-Germain, que después he podido aplicar a mi forma de investigar y enseñar el canto.

Jacob Helps